En más de una ocasión, he visto en la cancha de pádel a niñas y niños corriendo por los pasillos con una pala en la mano, imitando a sus padres o esperando su turno para entrar. No siempre saben jugar, pero ya están ahí, contagiados por la emoción, el movimiento y la convivencia. Esas escenas me han llevado a reflexionar sobre el poder del ejemplo en la vida familiar y, especialmente, en la formación de hábitos saludables desde la infancia. En esta entrada quiero hablarte de eso: del vínculo silencioso pero potente entre el deporte de los padres y la actividad física —y mental— de sus hijos.
Está comprobado que los niños tienden a imitar lo que ven más que lo que se les dice. Un padre que corre, que entrena, que se organiza para jugar un partido, está sembrando algo más que sudor en su camiseta. Está sembrando la idea de que moverse vale la pena, que el cuerpo es una herramienta de bienestar, que hacer deporte no es sólo “hacer ejercicio”; es liberar tensiones, fortalecer la mente, convivir, mejorar.
Adam Grant, autor de Piénsalo otra vez, lo resume así: “El mejor tipo de influencia no es decirle a la gente qué pensar, sino ayudarles a aprender a pensar por sí mismos”. Y en el deporte, ese aprendizaje comienza por lo que se observa: el compromiso, la disciplina, la constancia.
Un ejemplo poderoso de esta herencia se encuentra en Serena Williams. Su padre, Richard Williams fue su entrenador y el primero en creer en su potencial cuando apenas era una niña. Él mismo diseñó un plan para convertir a sus hijas en campeonas del mundo. Más allá de los métodos, lo que Serena vio durante años fue a un padre comprometido, enfocado, decidido. Lo que aprendió de él no fue únicamente a devolver una pelota, fue también luchar con disciplina por un objetivo, a visualizarse en grande, a no rendirse.
No es necesario, sin embargo, que los padres sean entrenadores de élite ni que los hijos se conviertan en campeones. El valor está en el hábito, en la presencia, en la coherencia. He conocido a muchos jugadores que llegaron al pádel porque de niños vieron a sus padres jugar tenis, correr maratones o simplemente ejercitarse con regularidad. Quizá nunca pensaron que eso iba a impactarlos, pero lo hizo. Lo absorbieron. Lo incorporaron como parte de una vida normal.
Y más allá de lo físico, también se cultiva algo más profundo: la agilidad mental. Mantenerse activo, además de fortalecer los músculos, mejora la capacidad de concentración, el manejo del estrés y la toma de decisiones. No es casual que quienes practican deporte con regularidad tiendan a tener más claridad mental y mejores habilidades de adaptación, algo que se traslada también a sus hijos, como una especie de herencia silenciosa.
En lo personal, puedo decir —yo, Eduardo Tovilla— que mis hijos me han visto salir a entrenar aun cuando el día ha sido pesado. Me han acompañado a partidos, me han esperado mientras entreno, y poco a poco, sin que yo se los pida, han comenzado a moverse más. A interesarse por el juego, pero también por el ritmo, por la organización, por entender que cuidar el cuerpo es una manera de cuidar la mente.
Por eso, yo, Eduardo Tovilla, invito a quienes ya practican un deporte como el pádel a mirar un poco más allá de la red y de los puntos ganados. Cada sesión de entrenamiento, cada partido, es también un mensaje silencioso para quienes nos rodean. Y en el caso de nuestros hijos, ese mensaje puede marcar la diferencia entre una vida sedentaria y una vida activa. Entre una infancia desconectada y una infancia con referentes vivos, reales y cercanos.
El mejor legado no siempre está en lo que dejamos, sino en lo que mostramos. Así que la próxima vez que salgas a jugar, recuerda: no sólo estás entrenando tu cuerpo, también estás inspirando a alguien más. Y eso, créeme, tiene un valor incalculable.